Desalentados por las demoras en Argentina, Fernando y “Maru” gestionaron una adopción internacional que tardó menos de 60 días.
El 25 de noviembre del año pasado, la carpeta que Fernando Bonalumi y María Eugenia Coloccioni enviaron desde Cruz Alta llegó a Ucrania, luego de cruzar medio mundo. Contenía toda la documentación exigida para tramitar una adopción internacional: desde los datos personales a la certificación de un arquitecto sobre las características de su casa en el sudeste cordobés; desde comprobantes de ingresos hasta estudios médicos, pasando por certificados de Interpol.
El 1° de diciembre un traductor ucraniano que colaboró con ellos les avisaba que tenían cita el día 7, a las 8 de la mañana. Creyeron que no llegarían. Pero les prestaron el dinero que les faltaba, consiguieron los pasajes y el día de la cita estuvieron puntuales en esa oficina de la ciudad de Kiev.
Ante ellos, tuvieron cientos de carpetas de algunos de niños. Contenían sus datos, su estado de salud y una foto bastante borrosa, de modo que lo decisivo en la elección fuera la historia de cada uno de esos niños mayores de 5 años que no habían sido reclamados por ninguna familia ucraniana y por eso estaban en adopción internacional. Casi por azar eligieron la de una nena de 5 años.
El 11 de diciembre la conocieron, en el orfanato de un pueblo del centro de Ucrania llamado Turchin. “Ella esperaba una mamá y un papá. Nos vio y vino corriendo. Fue una conexión instantánea. Nosotros salimos de ese encuentro sintiendo que ya teníamos una hija”, relata Fernando. Desde ese día, la visitaron todos los días dos horas por la mañana y dos horas por la tarde. En esos encuentros, ella ganó confianza, dijo sus primeras palabras en español, conoció a Piñón Fijo, empezó a tararear canciones y fue conociendo a los que hoy son sus primos, sus tíos y sus abuelos a través de videos, fotos y mensajes de voz.
El 5 de enero fue el juicio de adopción, una instancia en la que participaba gente de la localidad, en una especie de jurado popular. “Ellos entienden que los chicos del orfanato son de todo el pueblo. Los vecinos nos preguntaban sobre nuestra vida, cómo íbamos a mantener una hija, qué posibilidades de educación le daríamos, todo lo que quiere saber alguien que va a confiar el cuidado de una criatura”, cuenta Fernando.
Una semana después estuvo la sentencia, y luego llegarían la partida de nacimiento y el pasaporte a nombre de Sofía Cristina Coloccioni Bonalumi. “Ese no es su nombre ucraniano. Ella eligió llamarse Sofía”, explica el papá.
El 16 de enero arribaron a Ezeiza, y Sofía corrió a abrazar su nueva familia como si la conociera de toda la vida. Hoy habla español bastante fluido, concurre a la sala de 5, va a danza, ama las milanesas con papas fritas y es el centro de una familia que la adora. “Es una nena feliz, inquieta y de una capacidad de adaptación sorprendente. Sólo la vemos triste los días de lluvia”, dice Fernando.
Una realidad desalentadora
Fernando es ingeniero industrial. Su mujer está a cargo de un taller de ropa deportiva en Cruz Alta. Ambos tienen 33 años e intentaban ser padres desde hace tiempo. A principios de 2015, luego de la pérdida del cuarto embarazo, decidieron adoptar.
Adentrarse en el sistema de adopciones argentino fue muy desalentador para ellos: “Comenzar a averiguar cómo adoptar es desesperanzador, porque lo primero que encontrás son historias de familias que esperan desde hace años en un registro, o que logran la guarda de niño pero luego pierden la tenencia, o que deciden buscar chicos por su cuenta. No queríamos nada de eso para nosotros”, cuenta Fernando.
Así llegaron a la alternativa de una adopción internacional. “Fueron meses de buscar información. Analizamos la posibilidad de adoptar en Haití, pero luego conocimos el régimen de adopción ucraniano y decidimos intentarlo. Ese período incluyó la conexión con Oleg, un traductor ucraniano que los ayudó en todo el proceso y hoy sigue llamando para saber sobre Sofía.
Info: La Voz. del Interior
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martes, 20 de septiembre de 2016
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